Creced y multiplicaos por cero.

18 de abril de 2018

La paternidad en los tiempos de la cólera

foto: Inmaculada Sanz

Querida hija:
Con el tiempo, descubrirás que la gente exageramos a destajo. No es que mintamos, que también; es que sobreactuamos nuestra vida.
No sé si será consecuencia de que nos estamos adaptando a capón a cosas desquiciadas, como hablar sin vernos y vernos sin hablar, o a vivir existencias tan impostadas que hasta lo que sentimos es fingido. El caso es que pareciera que decir algo como "pues está rico este vermú" supiese a poco. El envite, como poco, tiene que ser: "Este es el vermú más rico que he tomado en mi vida". O mejor aún, "el más rico del mundo"; no vaya a ser que, al que se lo dices, lo que tú hayas hecho con tu vida -vermús inclusive- le importe diecisiete mierdas como diecisiete soles, una encima de la otra.
El caso, y tú quédate con esto, es que todo cuanto escuches es probable que esté pelín sobreactuado; como esa gloriosa secuencia de El viaje a ninguna parte, que espero ver contigo algún día, en el que la insistencia del actor en cargar las tintas acababa haciendo que el director de la peli se cague en el padre de los Lumière. Ganas me dan a mí a veces.
Viene esto a cuento, hija mía, de que da jindama lo sobreactuado que tiene que tener uno el sentimiento paterno. Porque con las mujeres ya verás por ti misma cómo anda lo de la maternidad -telita, ya te lo aviso-, pero entre los hombres con los que me ha tocado remar en esta galera, una de dos: o escupes en el suelo cada vez que te mientan la función reproductiva o bien vienes de serie con el afán genesíaco de un conejo supernumerario del Opus hasta el culo de yohimbina.
La cosa, hija mía, es que yo fui mucho tiempo del grupo número uno. Te lo confieso: nunca te quise aquí, respirando el poluto aire de este mundo cruel y hermoso, muy hermoso, rebosante de vida y malnacidos, repleto de paz y pasmarotes. Para que veas que no te miento sobre cómo era yo, y para yo mismo ver que no me engaño, al resucitar este blog he querido mantener su primera entrada, aquella arenga contraceptiva. Porque es que yo era muy de gargajear y echar el lapo en escuchando la palabra "hijos". Ya ves, hija, ya ves.
Ayudaba a que lo tuviese taaaan, pero taaaan claro lo claro que lo tenían también los de la otra orilla. La incredulidad de quienes consideraban inconcebible renunciar a la paternidad me reafirmaba en mis trece: yo no era como ellos. Sobre todo cuando los impelidos a hacer apostolado me ponían neonatos en los brazos así, en plan ordalía, y preguntaban mirando muy fijo: "Pero, ¡no me dirás que no querrías uno!". Y era el caso que no, no quería uno. A mí con los niños me pasa como con los perros: que qué bien que me caen todos, mientras que los críe otro.
Yo siempre he sido muy básico, hija; a ti ya te constará, para cuando puedas leer esto. Cuando escucho espíritus sublimados por una obra de arte, un alimento, un viaje o una emoción, sospecho que exageran, ya te digo. Pero aun así, no puedo evitar sentirme un tarugo insensible. Para que te hagas idea, cuando tu madre me despertó al alba para anunciar que el predíctor salía positivo, le dije que no eran horas y seguí sobando.
Pero aun sabiendo la tendencia del prójimo a ponerse intensito y la mía a apelmazarme, confieso que me preocupé cuando, al tiempo que la barriga de mamá, crecía mi curiosidad pensando en el parto, la crianza y demás. Pero lo que no aumentaba era mi instinto paterno, cuyo mordisco no sentía por mucho que me lo azuzaran. "¡Cómo te emocionarás al ver su ropita! ¿No?", decían. Viéndome el jeto, la siguiente frase solía ser: "Bueno, pero no me puedo creer que no sientas nada al ver las ecografías...". Mas aparte de interés científico, como si estuviese viendo un documental en la tele, pueeees... tampoco me removía gran cosa verte en forma fetal, oye. "Bueno, ya lo notarás cuando nazca. Ahí, en cuanto la veas, verás cómo es instantáneo", concluían los augures.
Entenderás que entrara al paritorio con una presión importante. A mi tosco entender, me jugaba a cara o cruz que nuestra inminente relación se ciñese a lo profesional -tú creces y yo te cuido, como si fueses un tiesto- o que estuviese movida por algo indefinible, que ni sabía si sabría distinguir.
Cuando en pleno follón del parto alguien, de pronto, puso encima de tu madre una pelota de rugby amoratada y con un gorro horrible, agradecí sobremanera que al instante aclarara: "¡Ahí tiene a su hija!". Porque te juro que, si no lo precisa, jamás habría sospechado que aquella cosa tan horrenda pudiese llevar mis genes. Qué fea eras, copón... Estabas como a medio acabar, con un lanugo blancuzco que daba toda la impresión de pintado a toda prisa, como para luego devolverte a talleres tras cortar el cordón umbilical inaugural. Y movías los ojos muy raro, como esos animatrónicos cutres ochenteros, tipo Yoda y E.T. Me quedé acojonao de arriba abajo. De sentimiento paterno, ya ni hablamos.
La inquietud me iba atenazando a medida que pasaban los minutos y mi paternidad ni estaba, ni se la esperaba. Por fijo que te mirara durante todo el trasiego de pruebas y mamabas por primera vez, nada. "¡Emociónate, coño, que es tu hija!", dijo una voz interior, rápidamente acallada por el abucheo de todo mi organismo en pleno, cual himno en final de Copa entre el Athlétic y el Barça. Ni modo, hija.
Entonces, de manera tan súbita como cuando te colocaron sobre la barriga de tu madre, oí decir: "Ahora, con el papá". Alguien te puso en mis brazos. Te contemplé con la angustia profunda de saber que no sentía un sentimiento del que sólo eso sabía. Y entonces el animatrónico giró los ojos y me miró.
La foto que ilustra este texto la tomó mamá desde la camilla y, como Cartier Bresson, captó el instante decisivo. La data de cámara dice que fue a las diecinueve horas, siete minutos y 54 segundos del 27 de enero de 2016. El exacto momento en que, a través de tus ojos, hija mía, me cayó encima de golpe el sentimiento paterno, como esos yunques marca ACME que machacan la testa del coyote en los dibujos del correcaminos.
Tus ojos tomaron de la mano a los míos para saltar sin red ni paracaídas a un abismo de tiempo que en décimas de micra de segundo nos llevó, en rafting sangre abajo, hacia épocas remotas en que ambos, en la humedad nocturna de una cueva y en claros de luna tropicales, nos mirábamos quietos, como ahora -desde entonces, ya todo es un ahora-, enlazados por compromisos mudos, sin palabras que puedan contenerlos.
Eres mi hija y yo te pertenezco. Tú lo sabías antes. Qué jodía.
Gracias, mi niña, por hacerme sentir.    

 

8 de marzo de 2018

Como decimos hoy...

Foto: Eliseo García Nieto
Cuando fray Luis de León regresó a su cátedra en la Universidad de Salamanca tras un lustro prisionero en una cárcel de la Inquisición, comenzó la primera clase a sus alumnos con una frase que ha pasado a la Historia: "Como decíamos ayer...". La fórmula, que conjuga en sólo tres palabras la voluntad de superar un periodo aciago borrándolo como si nunca hubiese existido, tuvo éxito. Otro prócer del campus salmantino, Miguel de Unamuno, la repitió cuatro siglos después en su retorno a las aulas tras ser desterrado por la dictadura de Primo de Rivera.
Con precedentes así, uno estaba tentado de reanudar este blog usando la famosa frase, porque ya se sabe que para brillar sólo hay dos modos: emitiendo luz propia, como el Sol, o reflejando la ajena, cual la Luna; y con los años que tengo, ya sé qué método es el mío. Así que, el modus operandi estaba claro. Primero, recordar la entrada príncipe del blog, ¡Viva la P.E.H.P.A!. Segundo, comenzar con el "como decíamos ayer...", que da lustre cultureta. Tercero, narrar con el inevitable cachondeo que, como era de prever por las normas procesales de la justicia poética, aquel individuo que en el 2006 exhortaba a aniquilar la especie humana mediante el cierre del grifo reproductivo, había tenido una niña justo un decenio después. Lo que es peor: lo había dejado todo para criarla.
Decidido lo tenía cuando, contraviniendo todos mis principios, me paré a pensar. En lo ocurrido desde el 7 diciembre de 2006 a aquel aspirante a todo que acababa la treintena teniendo muy claras las cosas, para acabar convertido en este cincuentón cansado -mas no desesperanzado-, dudoso hasta de sus dudas y consciente de que aquello que antaño tanto deseaba acabaron siendo sueños de otro que ya no es él. Porque él no solo ya no sueña, sino que apenas pega ojo desde que nació el bebé.
Vinieron a mi memoria todos los seres queridos, los que dejé de querer y los que nunca supuse que podría querer tanto. Pensé en los parientes muertos, en los amigos difuntos y en todos los que perecieron en ese fallecimiento pendiente de certificado que es el perder contacto. Recordé el descubrimiento gozoso, casi infantil, de no tragarme la rabia y decir lo que sentía exactamente a quienes menos deseaban escucharme; y el subidón que supone comprobar que sirve de algo a alguien aparte de ti. Evoqué el esfuerzo puesto en tareas tan dispares como reformar viviendas disfrazado de albañil, filmar un largometraje con el presupuesto de un corto, dedicarle cinco años a un libro sobre borricos y volverme amo de casa ya entrado en la cincuentena y teniendo a mi cuidado una anciana y un bebé. Rememoré el cosquilleo de dar un salto al vacío, ya fuese desde una avioneta, el borde de un precipicio, un barco en medio del mar, un puesto de trabajo fijo o una prueba de embarazo.
Reviví todos los miedos, los gozos y las ilusiones, los éxitos y fracasos, las pérdidas y ganancias. Mi conclusión fue que no; que no quería borrar todo ese periodo intenso, tan único e irreemplazable como todos los demás que me llevaron entonces, aquel 7 de diciembre del año de 2006, a proclamar convicciones con la misma libertad con que ahora defiendo otras; distintas, es muy probable, pero igualmente sinceras.
Sobra, pues, reanudar esto con "como decíamos ayer...". Porque todo cuanto diga será reflejo del tiempo transcurrido desde entonces y de la vida que tuvo aquel bloguero lejano hasta convertirse en este que vuelve ahora al teclado. Aquel hombre fogueado en el estrépito de redacciones y rodajes regresa de madrugada, mimetizado al silencio de la casa que parece ponerse un dedo en los labios para que nada perturbe el sueño de una niña infatigable y una mujer derrengada.
Él también está cansado, pero se ajusta las gafas y escribe estas tres palabras: "Como decimos hoy...".


7 de diciembre de 2006

¡Viva la P.E.H.P.A!

foto: Eliseo García Nieto, via Flickr (licencia CC)
Señoras, señores:
Esto se acaba.
Me consta que es chungo decir algo así como comienzo, pero qué le vamos a hacer. El uso de tecnologías ultramodernas a cargo de mentes ultracejijuntas está propiciando un siglo XXI cada vez más cercano al Medievo. Y el planeta se nos va a tomar puelculo por cosas como que la costa está enladrillada y ¿quién la desenladrillará?, porque el desenladrillador que la desenladrille buen perdedor de elecciones será.
Así pues, todo parece perdido, aunque parece probable que en breve la Justicia -que para algo está- autorizará la emisión de un reportaje sobre un hijo secreto del Pescadilla.
Puestas así las cosas, no me negarán que ya iba siendo hora, mis queridos drugos, de ir buscando alguna cosa para pasar el rato mientras suena el politono de las trompetas del Juicio Final y hacer que el tránsito desde las infraviviendas de Paco el Pocero a las calderas de Pedro Botero sea menos doloroso de lo que merecemos.
Dicho lo cual, queridos amigos, quiero animarles con vehemencia a que en jovial alborozo y camaradería, tomados de la mano y juntos como hermanos, nos unamos todos en el sano y gozoso objetivo de extinguirnos como especie; pero de buen rollo, ¿eh?.
George W. Bush (U.S. National Archives, via Flickr)
Y digo bien: de buen rollo. Porque, señoras y señores, seamos serios: no todos vamos a ser ardientes militantes pro vida, como George W. Bush, y vamos a ir impidiendo la investigación médica con células madre porque la única y verdadera religión nos prohíbe matar seres humanos hasta que estén creciditos; que ya lo dice la Biblia: "Pezqueñines no, gracias".
No, amigos, no. Yo os propongo, os invito, os animo, a extinguirnos sin bombas ni polonio, sin degollinas ni pase a cuchillo. Que ningún hombre más tenga que tomar un fusil y marchar al frente para defender a esa mujer y esos hijos que él mismo ya se encargaría de matar de una paliza, si lo dejaran tranquilo en su casa.
Yo les propongo, señoras y señores, que nos extingamos juntos, todos a una, por el muy sano método de no reproducirnos. Porque, total, seamos sinceros: para esas dos o tres veces al mes o al año que cumple usted el débito conyugal, ¿qué más le da poner látex por medio? ¿Tanto cree usted que necesita el mundo de sus genes? Ande, levántese, mírese al espejo y recapacite.
Conciudadanos todos, no nos reproduzcamos. Que los sabios gestores del desempleo se queden sin mano de obra que explotar. Que las familias reales se queden sin primos que les paguen la sopa boba. Que los pastores de almas se queden sin borregos. Que las hipotecas que habéis puesto a tres generaciones las pague el putero borracho que se tiró a la madre que los parió a todos.
Queridos hermanos, extingámonos todos en la lucha final.
¡Y que viva la P.E.H.P.A!